Reflexiones desde la terracita: “Síndrome del Tiburón”
Había una vez un hombre llamado Aker, cuya vida estaba marcada por un extraño y mortal síndrome: el “Síndrome del Tiburón”. Este trastorno, aunque raro, tenía consecuencias devastadoras. Aker no podía detenerse ni un solo instante, porque si lo hacía, su corazón se detendría y su vida llegaría a su fin.
El síndrome se manifestaba de manera peculiar. Aker no podía quedarse quieto ni dormir profundamente. Si lo hacía, su cuerpo entraba en un estado de hibernación involuntaria, similar al de los tiburones. Su corazón latía más lentamente, su respiración se volvía casi imperceptible y su temperatura corporal descendía peligrosamente.
Aker vivía en constante movimiento. Caminaba sin descanso, siempre en busca de algo que le mantuviera activo. Se convirtió en un trotamundos, recorriendo ciudades, montañas y desiertos. Su vida era una carrera contra el tiempo, una lucha desesperada por mantenerse en movimiento.
La gente le miraba con curiosidad y compasión. Algunos pensaban que era un vagabundo, otros creían que estaba huyendo de algo. Pero nadie conocía la verdad detrás de su frenética existencia. Aker no podía explicarlo, ni siquiera a sí mismo. Solo sabía que si se detenía, su corazón dejaría de latir.
Un día, mientras cruzaba un puente solitario al atardecer, Aker se encontró con una anciana. Ella le miró con ojos sabios y le dijo: «Hijo, sé lo que te ocurre. El Síndrome del Tiburón es una maldición, pero también una bendición. Tienes el don de la eterna búsqueda».
Aker quedó perplejo. La anciana continuó: «Tus pies nunca descansarán, pero tus ojos verán maravillas. Tu corazón siempre estará en movimiento, pero tu alma será libre». Aker no entendía del todo, pero algo en sus palabras le reconfortó.
Desde entonces, Aker cambió su perspectiva. Dejó de ver su síndrome como una carga y comenzó a apreciar las pequeñas alegrías que encontraba en su camino. Descubrió lugares remotos, conoció personas fascinantes y vivió experiencias únicas. Aunque su corazón seguía latiendo sin pausa, su alma se llenaba de vida.
Un día, mientras contemplaba el horizonte desde un acantilado, Aker sintió que su cuerpo se debilitaba. Sabía que era el momento. Se sentó en la hierba, cerró los ojos y dejó que la paz le invadiera. Su corazón se detuvo, pero su alma siguió vagando, libre como un tiburón en el vasto océano.
Y así, Aker encontró la paz que tanto anhelaba. Su historia se convirtió en leyenda, y la gente decía que su espíritu seguía recorriendo el mundo, siempre en movimiento, siempre en busca de algo más allá de lo tangible. El Síndrome del Tiburón no le había robado la vida, sino que le había regalado una existencia extraordinaria.
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